lunes, 8 de noviembre de 2010

Un Día en la vida de Eva Márquez.


La zona industrial, marcada por el ocaso y los últimos rayos de sol, marcaba el final de un día laboral. Eva Márquez, después de salir de la fábrica textilera dónde trabajada como operaria de máquina plana, solía encender un cigarrillo caminando hacia la Avenida 68, dónde esperaba rutinariamente su bus de vuelta a Casa. Ver la ciudad a través de las agobiantes ventanas del transporte público, a la hora pico, aguantarse pisotones, malos olores, y una que otra restregada de un hombre, era ya costumbre en la vida de Eva. La topografía de las ciudades cambiaba a su paso hacia el norte; Servitá era su destino. El agobiante trayecto, era un karma ya interiorizado por ella, que, cansada y casi que caída del sueño, añoraba una cama para acostarse y recargar baterías para el otro día cumplir su jornada laboral. Al cabo de una hora y media de trayecto, casi que las 7:30 pm, Eva aprieta el timbre, baja el bus, y se dispone a escalar media montaña de los cerros orientales. Allá incrustada en un barrio que fuese de invasión hace décadas, quedaba la pieza en arriendo donde sobrevivía con sus dos hijos y una hija; todos seguidos en edad: 16,15,13; y un marido, que acababa de salir a su trabajo como vigilante de un conjunto residencial en el lujoso sector de Rosales.

Al llegar, sacó las llaves de su bolso, abrió, subió hasta el 4 piso. Observó que su hija Mariana de 15, y Wilson de 13, estaban estudiando y viendo alguna novela o programa mexicano en ese momento, saludó a los dos de un beso en la frente, al instante en que ellos habían corrido a abrazarla. John, su hijo mayor no estaba, habría salido del colegio a la casa de su novia, o estaría jugando microfútbol con sus amigos – Pensó. No había comida aún. Había una olla con lentejas que sobraban del almuerzo, papa, y jugo. Se dispuso a servirles su comida, con un huevo frito en cada plato. Minutos después llegó John, con la cara repleta de sudor y una rodilla raspada. Saludó afectuosamente a su mamá, que le reclamaba que no eran horas de llegar, advirtiéndole que la noche no es buena amiga. Eva le sirvió, con ganas de acostarse ya, pensando en su marido, en querer abrazarlo, besarlo, estar con él, en saber que tenía que madrugar al otro día, alistar a sus hijos, darles desayuno (chocolate y pan) y estar a las 7:00 am en la zona industrial. Como autómata, fregó los platos, se despidió de cada uno, los acostó y en su cama hizo una oración, dando gracias por su trabajo, que bueno o malo, era la honra más grande para el hombre, con él ganaba una parte del sustento para su familia y les daba para comer. Se persignó y cerró sus ojos, como si fuese un acto de catarsis.

Eva nunca se avergonzó o se desesperó por ser “pobre”. Era muy creyente, sus hijos todos bautizados, con primera comunión y confirmados; cristianamente casada, asistía fielmente todos los domingos a misa y, de niña, antes de venirse para Bogotá, había vivido en la sabana de Bogotá, dónde nació. Su familia migró hacia la ciudad cuando el campo dejó de ser campo para convertirse en agroindustria, sus parcelas y animales, ya no daban rentabilidad y se los devoraba la industrialización. Sin embargo, con todo el sacrificio, esfuerzo y desarraigo que generó llegar a la ciudad, Eva siempre mantuvo su fe intacta, sus sueños completos y su autoestima en alto. La pobreza – pensaba – es una virtud grata a los ojos del altísimo.

Cinco en punto de la mañana, un gallo de algún casa-lote, daba el despertador para esas manzanas de Servitá y el cielo pasaba en un efecto de barrido, de negro a azul oscuro. El despertador de Eva, con su sonido estridente y polifónico, la paró al instante de la cama. Como pudo, llego al baño, se metió a la ducha fría y al terminar de bañarse, sintió el peso del nuevo día y, a su vez, organizó mentalmente su itinerario. Salió, se vistió, despertó a sus hijos, los apuró; a las 6:45 am deberían estar entrando al Colegio. Se sirvió una taza de agua de panela con un pan, en seguida llegaron sus hijos, tomaron de desayuno lo mismo. No llevaban dinero para el colegio, ni onces. Salían al medio día y almorzaban en un comedor comunitario de Bogotá sin Hambre, dónde pasaban el resto de la tarde y después iban a casa a dormir o, a hacer tareas.

Eva, intercambio un par de frases con sus hijos sobre cómo les estaba yendo en el estudio, sobre su padre, que terminaba turno a las 6:00am, y llegaba más o menos, entre las 7:00 y las 7:30 am. Salió de casa a las 6:00am en punto, bajó hasta el paradero y ahí despidió a sus hijos que caminarían hasta su colegio. Se montó en un bus amarillo con rojo, era un popular “Cebollero” al que le sonaba toda la carrocería. Luego de ser cambiada la emisora, abruptamente, por el ayudante del conductor, las noticias se escuchaban; hablaban del nuevo triunfo electoral y de las promesas y agenda programática del nuevo gobierno. Eva, pasmada, más que sin sueño, se sentía cansada, le preocupaba su Marido, sus hijos, las llegadas tardes de John y los Bluejeans que tendría que confeccionar hoy.

Sus manos ásperas y su piel ya un poco ajada, su cuerpo ya no era el mismo de las épocas doradas de su noviazgo con Pedro, su esposo, que, al fin y al cabo la adoraba como a un tesoro y así fuera sólo fines de semana y una que otra noche cuando él tenía permiso en el trabajo, le confirmaba a Eva con su presencia, ternura, compañía, protección y amor, que tenían una familia que los unía y que la iban a sacar a adelante. Esa era la motivación de los dos. No era un hombre, borracho, amiguero o mujeriego. Era de su casa. Por eso seguía con él. Entre meditación y meditación el sueño se volvió a apoderar de Eva, a la altura de la Avenida la Esperanza, se despertó, se maquilló rápidamente en el Bus, y llegó a su sitio de trabajo.
Se saludó con sus compañeras de trabajo, también operarias, algunas madres cabeza de familia, otras solteras, otras separadas… eran muchas historias, detrás de muchos rostros. Su jefe directo era una mujer, supervisora, que había pasado también por operaria, pero ahora se le había olvidado; mejor puesto y mejor sueldo la llevaron a tener una actitud mezquina con las empleadas. El jefe de personal, un hombre, imitador del corte inglés, de 51 años de edad, separado, con un apartamento en la Castellana, es decir tenía una buena fachada, acostumbraba de pedir prebendas sexuales a sus empleadas de vez en cuando en vez de despedirlas. Eva hasta el momento había salido bien librada de esos abusos laborales y sexuales. Solamente se dedicaba a su labor, coser, coser y coser Jeans industriales. Le había devenido una Artritis degenerativa, sin embargo, la ocultaba por miedo a perder el trabajo. La Hora de almuerzo era tal vez el único momento para ella, podía deleitar su almuerzo al son del chisme del día traído por alguna compañera más, y podía esparcirse libremente en un galpón de restaurante.

Las horas de la tarde transcurrieron con la mirada fija en una aguja que caía a una velocidad impresionante sobre la tela de jean, enhebrar, desenhebrar, cortar retazos, e hilos sueltos, cualquier error en la producción sería un descuento del sueldo, porque era una pérdida para la compañía. Sonó el timbre, fue a su locker, se quitó su uniforme, sacó su bolso, se despidió de unas cuantas amigas, que estaban planeando salir a tomar cerveza por los sitios de la Av. 68 ya que era fin de semana. Ella, oronda, encendió su cigarrillo que, al traspirar su humo, era un acto liberador, quizá después de una ardua jornada autómata de trabajo. Como un flashback, recordó sus quehaceres domésticos: atender a su marido, lavar ropa, hacer la comida, pagar arriendo, fregar la loza, dejar hecho el almuerzo de mañana, ayudarle a sus hijos con las tareas, comprar lo del diario en la tienda de la esquina, etc. Aplastando la colilla, paró su bus: Servitá. Cansada, encontró un asiento, recostó su cabeza contra el vidrio. Morfeo se apoderó de ella.

La ciudad los viernes hace muchos años era distinta, se esperaba que fuera ese día, para irse con el novio a algún teatro del centro, o al parque nacional a buscar tréboles. Eva, estaba a dos vallenatos de llegar a su parada, viendo los graffitis de jóvenes barristas en su barrio, apretó el botón, descendió del bus, en el trayecto escuchó la rockola de la chichería del barrio a todo volumen con la ranchera “El Rey”, se saludó con una vecina que andaba de amores con el dueño de la chichería, estaba muy emperifollada. Llegó a su casa, sus hijos estaban con otros jóvenes en la puerta de la casa, conversando y planeando donde era la fiesta. Saludó, llegó al 4to piso, encontró a su esposo boca abajo durmiendo con el tronco destapado, se quitó los zapatos y como una caída libre se acostó al lado de su amado aferrándose a él, después del trajín repetitivo, mecánico y reproductor del orden del sistema. Cerró los ojos y sonrió como si fuera para siempre.

Texto basado en "La Autoridad" de Eduardo Galeano.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Tú enrumbate y después derrúmbate.

En un ambiente caicediano, -¿o macondiano?-, se desvanecieron mis sentimientos. La vida es una puta mierda? Si, lo es. Por qué escribo esto? porque me mamé, de ver la misma calle, la misma mujer que besa a un hombre, el mismo bus repleto de personas, la misma canción en la emisora, las mismas noticias en la noche.

Existe alguna posibilidad de ser Feliz? No, o en esta vida no lo creo. Cada vez más, así sean emociones vanas y pasajeras, se diluyen entre mis dedos. Me siento solo? Si. No puedo atrapar lo esencial de los momentos. Estoy desnudo, con un vaso de refajo, un día de mierda, lleno de nubosidades, con un atado de libros que me aprisionan. Y qué, que queda después?, tan solo un sabor amargo en la boca, mezcla entre aguardiente, nicotina y placa bacteriana. Todo es líquido, nada ha trascendido, nada, nada, nada y nada.

Todo este marasmo de confusión e incomprensión, actitud desinteresada ante la vida, adquiere un matiz apocalíptico. Es que acaso en esta sociedad las personas valoran lo que piensa o siente el otro? No, creo que no. Se ha vuelto esto, una maldita barbarie, darwinismo social.

No me importa nada, me volveré un bárbaro también, hombre de tribu nómada, disminuiré mi coeficiente a lo mas mínimo, tal vez meteré la broca de un taladro en el cerebro y en mi corazón, que exploten. Quiero volverme un psicópata, para no tener sentimiento de culpa de nada de lo que hago, no darle valor a nada. Estoy desencantando el mundo, tal vez el mundo de mentiras en el que vivo.

Solo quedan las dulces tonadas de lamento que surgen como la magia de las flautas indígenas de la costa norte colombiana. Perderme en esa cadencia, sambullirme y quedarme ahí para siempre. Un consuelo, alegre, se le baila a la muerte. Es "el Amor Amor", vallenato, que nos hace olvidar de la muerte. Morir para Vivir. O si queremos más urbano, un "No Te desanimes Matate, Matate" de Mutantex.

Hay vamos malditos lectores, gente inmunda, gente degenerada, gente hedionda, gente repugnante. Caminando por estas tempestades de la existencia.